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Antonio Taboada

La maldición

 

 

 

Los nativos dan excesiva fe a su tradición. Muchos han huido a la sola mención del templo; otros han confrontado su cobardía ante el descomunal edificio; otros, los menos, apátridas sin más pasión que la codicia, han permanecido en los lindes de la expedición. Aún es excitante ver la perplejidad en sus caras, como si de repente se les apareciera el mismísimo Alvarado en cualquier hombre blanco. Debo actuar con cautela si quiero conservar su ayuda.

Todo empezó la mañana del lunes con el hallazgo del artefacto, una piedra poliédrica. Sánchez dice que es el corazón olmeca, entrada misteriosa al Templo de Gucumatz. Yo, con menos curiosidad que prejuicio científico, he escuchado el relato mientras me aplicaba la vacuna contra la malaria. Dos cosas llamaron mi atención: primero, la idea de un tesoro indecible perdido en las fauces de la selva; segundo, el conjuro milenario que pendía sobre los profanadores. En seguida he consultado a los ancianos de la aldea (es sabido que ellos cuidan los secretos ancestrales de su cultura) acerca de la ubicación del santuario. La gente se ha inquietado enormemente cuando emprendí la búsqueda.

Soy un arquéologo veterano, mi tesis Myths from behind se ha destacado en Oxford por su frío racionalismo; presupone que no hay hombre que admita el caos, que el tabú es la representación de su impotencia frente a lo que no puede entender. Atribuir a algo sagrado el malestar que mis compañeros experimentan sería una inconsecuencia; no, así, suponer la manifestación de un fenómeno de índole cultural. No obstante, existe una razón más fuerte que cualquier superstición, costumbre o religión: el poder. Caminamos sesenta kilómetros al oeste de Tulum, el santuario quedaba camino a Labná. Arreciaba la noche cuando llegamos. A pesar de nuestros esfuerzos no pudimos descifrar el funcionamiento de la piedra. Luego de ensayar operaciones inverosímiles, Sánchez, entendido en criptografías y jeroglíficos, ha descubierto las instrucciones sepultadas en una cantera contigua. Hemos tenido que esperar hasta la mañana siguiente para que la luz del día devele, entre los matorrales, una estructura oblonga que serviría como soporte para la llave. Únicamente el sol cenital activaría el mecanismo de la piedra (así lo dictaminaban los escritos). El hambre y la impaciencia prolongaban las horas. Al mediodía, ordené a uno de los indígenas (no sé qué sentimiento me ha impedido hacerlo a mí mismo) que colocara el corazón olmeca sobre la base. La proyección ortogonal del poliedro sobre la superficie de un petroglifo (a la sazón, un sello) ha abierto las puertas de la fortaleza. Nadie, sin embargo, se ha atrevido a entrar. La inscripción sobre uno de los atlantes en el umbral ha conmovido a los nativos. Quizlot, el anciano sabio, me ha dicho que es la maldición de Gucumatz. Ha dicho que ninguno que entre al templo saldrá jamás.

El ejercicio científico me ha llevado a determinar que el escepticismo es un estado posterior al reductio ad absurdum; antes la causalidad cobra el valor de lo complejamente abstracto; antes cualquier superstición es factible. Como Hegel, creo que el mundo es desarrollo y autocomprensión del espíritu; como él, creo que la “enfermedad originaria” es la ineptitud por alcanzar la Idea. La conclusión es ingrata, pues subordina al instinto de supervivencia todo sistema lógico. A simple vista la construcción no es prolija, sus dimensiones difícilmente componen lo perplejo del laberinto. La deducción se me ha dado fácil. Entré. 

Lo que sigue es confuso.

La mitología adjudica al Quetzal propiedades divinas. Ya en el salón su canto ha dispersado a los pocos indígenas que han llegado hasta acá. He tenido que coger por el brazo a Sánchez para impedir que huyera.

La estructura del monumento sugiere cierto horror al vacío; la herrumbre y el polvo dan cuenta de la factura del tiempo. El silencio, perfeccionado por el olvido, difundía nuestra intromisión. En las paredes hemos descubierto unas efemérides sobre permutaciones atmosféricas; más tarde, nos hemos percatado que dichas predicciones computan fechas que sobrepasan nuestra propia existencia. (Lamento el extravío de mi libreta de notas. A estas alturas la negligencia es imperdonable). Después, me ha asaltado la terrible sospecha de que tales cálculos están vedados a ojos mortales. Recordé que la civilización tenía un conocimiento preciso acerca del desplazamiento astral, del álgebra y de la geometría; me ha tranquilizado la idea de que bastan los rudimentos para potenciar la inteligencia hasta confines impensados. Erramos por escaleras cuyas prolongaciones son vanas, galerías que omiten las leyes de la arquitectura, pasajes inesperados que inesperadamente retornan al inicio. Los tragaluces, ubicados en posiciones estratégicas, amplifican la luz con malévola pertinencia. Cada intersticio da la impresión de estar perpetuamente dedicado a la desesperanza. He pensado que cualquier interpretación es inútil. Por un momento, lo confieso, he temido el enojo de los dioses. Dioses de los que sólo sabemos que hicieron al hombre a partir del maíz o que equivalen a números. Que dioses desconocidos maquinaran castigos inefables contra los usurpadores me parecía menos probable que la distorsión del folklore operando sobre fuerzas naturales. La reprensión de un ser superior tendrá que exceder los márgenes de la ciencia, no estar supeditado a magnitudes derivadas del tiempo o el espacio; tendrá que remitirse a otra dimensión o a algún colapso de la mente. Temí esto último. A través de lo años muchas maldiciones ha gestado el nutrido imaginario de las culturas, sin embargo, la experiencia ha demostrado que, sino todas, al menos casi todas, han sido retocadas por el asombro y la hipérbole. He oído de un hombre cuyo anatema fue tener todo el oro del mundo. De otro, que toda mujer sucumbiera ante su cortejo. De otro, que no pudiera ver su reflejo en el espejo.

Sánchez ha señalado un resplandor al final del pasillo. Todo un día nos ha llevado llegar hasta acá. Ahora puedo decir que bien ha valido el esfuerzo nuestra odisea. Ahora que por fin, tras esa puerta, aguarda el generoso porvenir. Un Quetzal en bronce resguarda los tesoros del dios.

La mitología adjudica al Quetzal propiedades divinas. Ya en el salón su canto ha dispersado a los pocos indígenas que han llegado hasta acá. He tenido que coger por el brazo a Sánchez para impedir que huyera.

 

  

Lima, 2006

 

 

Antonio Taboada

(Lima, 1978)

Soy escritor por mi completa ineptitud de ser alguna otra cosa. También lo debo a mi compulsiva necesidad de explicar todo, sin entender nada. Escribo sobre la existencia, que me parece ocurre en frente de nuestras narices (creo que eso justificará largamente mis imprecisiones y contradicciones), y sobre la manera en que una luz roja modifica la historia o la tragedia de haber nacido un sábado y no un lunes. He sido coeditor en la editorial Red Tempest Media. Además, soy dramaturgo, narrador, guionista, traductor, encantador de serpientes, y, cuando no hago nada, que es gran parte del día, cuando finalmente puedo recordar que efectivamente estoy aquí, me gusta mirar a la luna. Entre mis trabajos publicados están “The Magic Theatre” (What The Flux?! Comics, 2010), “The Lost City of Tachino” (Red Tempest Media, 2012), “La Torre de Burbuja” (Loco Rabia, 2014) y “The Tower of Bubble” (EF Edizioni, 2014).

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