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Haydith Vásquez del Águila

Atrapada

Hoy me desperté muy temprano para ir a trabajar. Algo inusual en mi rutina diaria, porque debido a mis habituales madrugadas insomnes siempre estoy retrasado.

Mi deuda con el sueño es inacabable, pero mis desvelos tienen una justificación que bien lo valen. Llegar tarde a todos los lugares se ha vuelto un rito en mi vida, hasta el punto de pensar que eso me trae suerte.

No recuerdo cuándo fue la última vez que marqué sin prisa mi acceso a la oficina. Deslizo mi tarjeta y la cara de admiración del señor de recepción me confirma que soy más que una leyenda, una apología a la informalidad. De todos los rebeldes, el mayor.

Los payasos de mis compañeros me aplauden al entrar. Son las ocho y treinta de la mañana en el reloj de pared, mucho antes de la hora oficial de entrada: todo un récord.

Subo por las escaleras dos pisos para prepararme un café en la cocinita que conecta con el Área Comercial, lo bebo lentamente, veo globos y serpentinas alrededor de un sitio; en ese instante escucho abrirse el ascensor. Pasos. Luego muchos abrazos sobre la “chica nueva”. Así le decimos en mi área, eminentemente masculina a todas las chicas guapas que ingresan a la empresa y que llaman nuestra atención; terminan con ese apelativo, hasta que llega otra a reemplazarla; para ese entonces la anterior “chica nueva” ya debe tener un nombre y apellido. O en el peor de los casos algún apodo infame que la identifique. Así de crueles somos.

La historia siempre es la misma: el gordo chismoso del grupo comenzará a indagar su nombre. Después de unos días o un par de semanas nos trae la novedad como un glorioso botín que luego de muchos ruegos, será repartido entre todos sin excepción. Parecemos desesperados, como perros hambrientos detrás de una migaja de pan.

Han pasado tres meses desde que ingresó esta “chica nueva” de comercial, y ni se imagina que hoy llegué temprano por ella, que estoy a punto de vencer mis demonios para acercarme a saludarla, con el pretexto de felicitarla por su cumpleaños. No me importa que todos se queden abrumados por esta irrupción del tipo serio de sistemas, el raro que no habla con nadie, él que parece temer a las mujeres.

Me sirvo más café, lo tomo casi puro, con poca agua, sin azúcar; cuento hasta diez para darme valor.

— ¿Qué haces?

A un metro de distancia, a mis espaldas escucho la voz jadeante del gordo, con su taza gigante en la mano y su sonrisa socarrona.

— ¿Qué haces?— Vuelve a preguntar.

Estaba a un paso de ir hacia ella. Saludarla. Mis ojos dibujaban cada uno de sus movimientos. Una aureola de luz entraba por la ventana del piso doce. Pude ver el mar.

— ¡Nada! Tuve que enfatizar con una mueca.

El gordo con sus ojos pequeños ya comenzaba a escudriñarme de cerca. Bajé fastidiado y molesto por mi cobardía.

Nadie sabe que a los pocos días de su llegada no necesité excusas para llamarla. Me llamó ella.

¿Valeria me dijiste? o fue ¿Gabriela?

—¡Help Desk a su servicio! Atino a decir de forma cansada.

— ¡Hola! Soy la responsable de Grandes Cuentas. Tengo un problema con el Outlook. Necesito solucionarlo pronto. Dices.

Me quedo en blanco unos segundos, pues tu voz acompasada me arrulla. Tartamudeo un poco pero me repongo al instante para atender tu problema remotamente. Una configuración en tu correo que se soluciona en unos pocos minutos. Un trabajo simple para mí que trabajo como analista de soporte de tecnología, un nombre pomposo, muy distante de la labor rutinaria que realizamos en mi sección. Atendiendo todo el día los mil y un reclamos de los usuarios de la empresa.

— Si necesitas ayuda, no dudes en llamarnos otra vez. Me muestro solícito, tratando de parecer agradable.

— Lo haré si tengo algún problema. Concluyes amistosa.

Me quedo confundido. No entiendo si estás siendo cortante o mi recomendación fue tan obvia que no dejó lugar a otra respuesta.

Antes de cortar la llamada repites tu nombre. 

—Soy Valeria, mucho gusto.

—El gusto es mío. Digo en un tono nervioso, la voz casi en un hilo.

Corto la llamada sin decirle quién soy. El grandísimo idiota. Pienso.

Valeriaaa, alargo tu nombre entre mis labios por ahora sellados. El botín no será repartido, porque este tesoro es solo mío y no lo compartiré con nadie.

Una mañana de casualidad te conocí. Estaba a punto de cerrarse el ascensor pero tu mano pequeña detuvo la puerta. Al entrar no me miraste. Estaba como una mosca zumbando a tu alrededor, sin poder tocarte. Pude verte de cerca, oler tu perfume, sentir tu respiración. Unos segundos antes de bajarte en tu piso, me sonreíste. Aturdido como estaba me fui hasta el último piso. Debí bajarme en el diez.

Tu nombre: no puedo pronunciarlo en voz alta para evitar sospechas, pero lo repito hasta el cansancio en mi cabeza.

Tu nombre: lo deletreo mentalmente para escabullirme entre las sombras del anonimato.

Tu nombre: en conjunción con tu sonrisa y tu silueta han conseguido que te busque en mis sueños.

Sin pensarlo comienzo un ritual que en poco tiempo me obsesiona hasta el punto de volverme un cautivo encadenado.

Hablo con mi jefe para llevarme la computadora portátil a mi casa, le explico que es por un monitoreo remoto de la red, necesario por cuestiones de mantenimiento. Mi argumento es infalible. Finalmente quedo como el proactivo que trabajará desde su casa sin cobrar. Solicito los accesos de seguridad, instalo un cliente VPN  para ingresar a la red lan de la organización desde cualquier ubicación. Yo mismo realizo la configuración tomando el control de esta nueva experiencia. Nadie parece sospechar nada.

Una vez que tengo los accesos y las herramientas para mi objetivo son todas mías, por las noches después de las once me conecto a la red corporativa con privilegios de administrador. Este usuario me abre la llave del circuito cerrado que tiene el edificio de la compañía. Conozco el servidor donde se almacena la información para acceder sin problemas a los videos guardados por fecha.

¡Valeria! Mi afán es solo verte perpetuada en la imagen de la cámara. Descubrir tu llegada por las mañanas: algunas veces acezada, tus gestos de desgano, tu mirada inquieta.

Hoy me percato que hace dos semanas que no ingreso a verte. Mi cita contigo está congelada. Una tarea aburrida del mundo real me ha robado el deleite de contemplarte. Llegando a casa me desquitaré observándote hasta el amanecer. Ese momento se ha convertido para mí en el mayor de los placeres.

Esta ceremonia que me tiene encandilado ha conseguido develarme un sin fin de peinados que no te conocía, imaginaba que era el mismo, pero no es así: veo los interminables moños, colas y medias colas. Si la suerte me acompaña, alguna vez usarás una trenza o mejor aún una raya al costado con tu pelo suelto que me hace suspirar.

Tu cabello mojado me confiesa a gritos que el agua estuvo muy cálida sobre tu piel. Soy mudo espectador de tus ojos felinos, tus labios carnosos. Contemplo agradecido tus iras al teléfono, el problema que no se resuelve sobre la pantalla y a veces, solo a veces logro interceptar una mirada tuya que se desvía hacia la cámara.

Me miras. Te miro. Solo para que un segundo después regreses a la cotidianidad de la vida.

Me he vuelto esclavo de este trance, pero a la vez el verdugo de tus días. Aferrada como estás en esta jaula. Obligada sin cesar, a vivir horas estancadas en este lugar que parecieras no amar de veras. ¿Qué es lo que amas en verdad?

Quisiera inmortalizar tus ojos más allá de la imagen, ser un anhelo aunque sea exiguo en tu piel diminuta, sin poros, que no suda.

Fatigada. Esperas la llegada de las seis de la tarde para huir. Más tarde yo irrumpiré nuevamente en tu intimidad que ya no es tuya. Solo mía.

Tu belleza: esa que ni siquiera tú sabes que tienes me ata sin tregua, devorando mi tranquilidad. He descubierto una forma de morir a solas, caminar por la vida como zombi.

No me atrevo a decirte nada, solo verte pasar, escondido como estoy entre la luz y las tinieblas, con miedo a ser descubierto, por sonrojarme cuando intento hablarte, por mirarte a todas horas de lejos sin poder acercarme, por esta angustia que me destruye: por toda la ternura que tú me inspiras.

Y de pronto hoy, precisamente hoy, una madrugada silenciosa, descubro un hecho importante, desapercibido para el resto de la gente.

El mundo está ciego ante esta verdad que de pronto se me revela. Una llamada que te hace brillar los ojos. Una risa de pronto sublime, algo afectada. Un mechón de pelo jaloneado por un dedo nervioso. Te tapas la boca en un gesto infantil. Verifico el día, compruebo la hora de la llamada, acerco el zoom de la cámara hasta acariciar tu cara en la pantalla.

Mi mano casi puede tocarte.

¿Era yo? ¿Acaso fui yo él que te llamaba?, consultando una nimiedad, una tontería disfrazada, intuyendo tu voz, adivinando el tono, resucitando tu nombre.

Al borde del cansancio, son las cuatro de la madrugada. Descubro que soy yo el que te produce una serie de emociones.

¿Es posible que yo tenga una oportunidad después de todo?

La conciencia de este descubrimiento me llena de una brutal ansiedad, una ilusión que se vuelve palpable: de pronto me quiebra.

No sospechaba que existiera posibilidad contigo. ¿Tú y yo juntos? me parece una utopía. Hasta hoy me contentaba con tenerte atrapada en mi laptop con vpn.

Sé de sobra que estoy trasgrediendo las normas, violando la confianza de la empresa; pero no puedo evitarlo. Me conozco los accesos. La tecnología juega a mi favor. Tengo a los astros alineados para hilvanar esta historia de la cual soy mudo testigo pero a la vez protagonista.

El mundo no es perfecto después de todo. Pero tal vez me baste con tu amor. Suspiro.

 

Hoy comunicaron a todos los jefes de departamento que hace un mes auditoría, alertada por el Área de Riesgo, detectó movimientos extraños en los accesos al sistema de seguridad. El hilo que jaló la madeja fue una inocente revisión al registro de Windows, allí encontraron un usuario misterioso, en horas inapropiadas accediendo a un servidor. Lo demás fue fácil, buscar el log y ubicar las credenciales del intruso. El anuncio nos coge desprevenidos. La noticia parece salpicarnos.

Leo el informe: violación a los accesos de seguridad física, reiterada revisión a la cámara cinco, piso doce, puesto de “grandes cuentas”, dice el documento que me nubla los ojos.

La cámara cinco en efecto custodia un puesto de alta responsabilidad, hay una caja fuerte al costado del escritorio que contiene información confidencial.

Me quedo inmóvil esperando que vengan por mí. Como la presa de un animal salvaje, que ya se sabe vencida sin haber luchado. No tomé precauciones. Dejé huellas por todas partes. Seguro encontraron sangre en el lugar del crimen. Mi sangre. Pienso.

¡Te juro por mi madrecita jefe, que yo no fui! Me dan ganas de decirle a mi supervisor. Pero ya no tiene caso.

— Me tienes que entregar la laptop. Dice él. Lo veo molesto. Tiene el ceño fruncido.

Trato de adivinar sus sentimientos. Sus ojos lo delatan. Está dolido.

— ¿No tienes nada que decir a tu favor?

— No! Enfatizo con la cabeza.

Dejo la computadora portátil sobre el escritorio. Saco del bolsillo un papel ajado con las claves escritas a mano. Me levanto de la silla. Camino hacia la puerta, cabizbajo.

—¿En qué estabas pensando? Le escucho decir a mis espaldas.

Me quedo un momento parado, con la perilla de la puerta deslizándose en mi mano. Respiro. Tengo ganas de preguntarle si alguna vez hizo alguna locura por amor. No me atrevo. Salgo sin decir una palabra.

Espero que todo transcurra a mi alrededor, como el espectador de la última fila del cine, que a duras penas puede ver la pantalla. Estoy asistiendo al estreno de mi despido.

No demora en llegar la carta que anuncia la revocación de mi contrato. Tienen la gentileza de comunicarme que no me quitarán los beneficios que me corresponden por mis años de servicio.

— La señorita Rojas, ha decidido que no levantará cargos. Escucho decir al abogado laboralista.

Tiene todos los videos guardados en varios discos electrónicos apiñados sobre su escritorio. Puedo leer la nota pegada sobre ellos. Dice “confidencial”.

Se lo dijeron. Pienso. Debe estar especulando que soy un loco acosador y asesino.

Firmo sin leer uno tras otro todos los documentos que ponen frente a mí. Me han bloqueado los accesos. Llaman a un vigilante para que custodie mi salida. La infame salida hacia el desprecio y la humillación.

Al salir de la oficina, justo antes de cruzar la puerta hacia los ascensores, a través de una ventana de vidrio veo a Valeria sentada con la asistenta social. Seguramente hablan del caso. Me quedo parado detrás del vidrio observándola brevemente. Tiene el rostro sereno, no parece mortificada.

Sin embargo algo la alerta, levanta la vista. Nuestros ojos se cruzan. Nos miramos sin expresión. Largos segundos.

— Señor lo estoy esperando. Me señala la puerta el vigilante.

No sabes las ganas que tengo de cruzar la puerta y decirte adiós con un abrazo. Por favor no me tengas miedo. Te contemplo una última vez.

Me resigno a irme con los bolsillos llenos y las manos vacías. Con la desazón de no volver a verte.

Salgo a la calle, el sol de otoño aún caliente me quema la cara. Sin embargo, siento recorrer por mi cuerpo un aire frio. Camino sin rumbo deseando que sigas viviendo en mí, imperecedera. Al menos hasta que llegue el invierno. Ѳ

Haydith Vásquez del Águila

(Tarapoto, San Martín)

Estudió Ingeniería de Sistemas. Sus cuentos fueron publicados en la colección “Rimary” (2004) y en el libro “Chazuta” (2009). Publicó su primer libro de cuentos “La niña de la lluvia” (Pasacalle 2012). Ha participado en “Antología de la narrativa amazónica” (Trazos 2014). Participó como ponente en el I, II y V Coloquio Internacional de Literaturas Amazónicas. Se encuentra preparando su segundo libro de cuentos “Agosto. El mes de los vientos”. Ha incursionado en Dramaturgia, con dos libretos: “Trasquilado al por mayor” y “El desacato”. Correo: haydith@hotmail.com.

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