El Estadio
José del Valle González. El Estadio. Lima: Editorial Bisonte, 2017.
Toda obra de arte consta de dos partes: la forma y el fondo. La forma es el elemento con el cual se expresa una idea, que viene a ser el fondo. En la pintura la forma es el cuadro o la superficie más los colores y cómo todo esto se dispone. En la música son los sonidos y de qué manera se organizan. En el caso de la literatura son las palabras y el modo de exponerlas.
En este libro titulado El Estadio de José del Valle González encontramos que su forma es correcta; está bien redactado, es sencillo en sus expresiones y se encuentra al alcance de cualquier público mediano o escasamente instruido, lo cual es de por sí una virtud en estos tiempos en que la gente se inclina cada vez más por las lecturas rápidas y sintéticas que nos ofrecen las diversas pantallas que por todos lados nos acosan. Tiene un formato que es el de cuento-novela, pues es más larga que un cuento y más corta que una novela convencional, según mi particular apreciación.
Pero todo esto tendrá o no importancia siempre y cuando responda al objetivo central que es la razón de ser de la obra. Y aquí es a donde entramos en la parte del fondo, a la esencia que motiva el comentario sobre este trabajo. Antes de continuar, y a modo de plantear una intriga, citaremos una de las frases que quizá sea el leit motiv del libro en cuestión. Proviene de un pasaje de la Biblia, del Eclesiástico, el cual dice: “Todo lo que de la nada viene, a la nada vuelve; así el impío, del vacío vuelve al vacío. La dicha dura pocos días, pero el buen nombre dura para siempre”.
Diera la impresión de que el autor encontrara en lo profundo de este pensamiento una motivación para exponernos preocupaciones que van desde las dudas epistemológicas —la epistemología es una especialidad que estudia a la ciencia— sobre la capacidad de ésta para explicarlo todo, hasta el asombro ante nuestra peculiaridad humana de vivir siempre insatisfechos. Se trata entonces de un relato más cercano a la reflexión y a la moraleja, cosa con la que todos los cuentos siempre finalizan.
A propósito de esto, es bueno mencionar que la literatura es un arte que camina sobre sus propios pies y no tiene por qué atenerse a la lógica de Hollywood o de Disney, empresas que suelen utilizarla impunemente para sus películas pero deformándola para adecuarla a sus fines que son reforzar lo “políticamente correcto”. Digo esto porque la narrativa y la cuentística real no siempre funcionan con los simplistas esquemas de “bueno-malo” a los que nos tiene acostumbrados la idiosincracia norteamericana, apegada a una moral puritana de clase media que espera recibir solo aquello que ésta entiende y pueda aplaudir. En la literatura, por lo menos hasta ahora, esa idea de ser una simple máquina de repetición de los valores y patrones culturales típicos de la mass media no es la que más se utiliza.
Este es el caso de El estadio, cuyo propósito no es el de arrancar de sus lectores un “qué lindo” ni una aprobación emocional al estilo de los libros de autoayuda, sino más bien el conducirnos hacia una situación en la que terminamos con más dudas y preguntas que cuando empezamos. Y es acerca de esas dudas y preguntas sobre las cuales quiero hacer hincapié más que en su exégesis literaria, en particular porque mi personal interés es la filosofía y ese es el campo en el que mejor me desenvuelvo.
Evitaré entonces contar la trama y más aún el desenlace puesto que ello es lo que precisamente hay que invitar a hacer, centrándome en aspectos puntuales que siempre son buenos resaltar ya que muchas veces los pasamos por alto. Previamente es necesario aclarar que el autor, Valle González, es físico de profesión, así como especialista en metodología científica. Este dato es fundamental ya que ello explica la preocupación central de la trama que, a mi entender, trata acerca de la verdad, la realidad y cómo el ser humano las asume. Y ya que hablamos de la verdad, es imposible mencionarla sin nombrar también a su hermana gemela: la creencia. Una verdad en la que nadie cree no es una verdad, aunque ésta sea comprobada de mil maneras. Y además, contrariamente a lo que muchos piensan, así como podemos fanatizarnos con la verdad, o con lo que pensamos que ella es, también lo podemos hacer con su negación, con el no creer, posición aún más cómoda porque así no requerimos darnos ningún tipo de explicación. Al respecto de ello cito un pasaje del libro que dice: “A veces se es fanático por creer, pero también se suele ser fanático por no creer, aun cuando las evidencias estén al alcance de la mano.”
Y efectivamente, cuando la mente no alcanza, cuando los argumentos no llegan a ser los suficientes, la actitud más común que asumimos es la de arribar a una conclusión que es casi siempre aquella que restablece el orden previamente alterado. A quién no le ha pasado que alguna vez en la vida se ha visto ante un suceso que no pudo explicarlo y que al final lo hemos resuelto mediante una alzada de hombros junto con un: “Me habrá parecido”. Esa respuesta, que obviamente no es ni real ni culmina el misterio, resulta una tabla de salvación ante fenómenos que, por diversos motivos, no tienen explicación para nosotros. En la obra, uno de los personajes principales, que es ciego, calma las preocupaciones de todos a través del razonamiento siguiente: “No he podido contemplar al mágico estadio ni lo veré nunca, pero creo en él porque también creo en las palabras de mis amigos y buenos vecinos y estoy convencido de que existe, al igual que existen cosas malas y buenas que están fuera del alcance del hombre.”
Lo que nos propone este razonamiento es que las cosas existen no solo porque las veamos o las toquemos, o quizá porque la ciencia lo diga, sino también, y sobre todo, porque mucha gente de confianza así lo dice y les creemos, lo cual podemos comprobar en la práctica cuando los alumnos de la universidad asumen la palabra del catedrático de ciencias como “verdadera” solo porque es el profesor de ciencia. A pesar que se les enseña que no deben creer subjetivamente porque alguien con autoridad lo diga, los nuevos científicos se forman diariamente en las aulas a través de la credibilidad en la palabra del maestro. Es, sin duda, una de las tantas paradojas acerca de qué es el conocimiento. Al respecto de ello, traigo a colación otra de las frases que nos brinda el libro: “…la ciencia históricamente ha explicado muchas cosas y cada vez las sigue explicando con más precisión, pero cuestionándonos siempre si los métodos científicos constituyen la única vía para descubrir la verdad absoluta…”
No hay que olvidar que esta es una obra contemporánea, escrita por alguien que conoce muy bien la estructura científica y que, por ello, sabe que no todo es lo que parece. A ojos del lego, al igual que le pasa al paciente ante el médico, el científico figura como aquel que puede tener todas las respuestas, como las tenía el cura medieval antes de la modernidad. Pero, al igual que solo los que trabajan en el teatro saben la diferencia entre las apariencias y la realidad, lo cierto es que la ciencia no es la que da las respuestas a todo, como lo suelen repetir los medios de comunicación, sino más bien lo contrario: la ciencia es la capacidad de asombro ante todo, el deseo de entender lo que se ve, la inquietud por descubrir que se sabe menos de lo que se creía. Diariamente se desechan miles de libros de texto científicos debido a la cantidad de nuevos descubrimientos que contradicen y niegan lo que hasta hace poco era una verdad sagrada. Esa es la verdadera ciencia, y no la de las películas de ficción donde se la presenta como la que todo lo puede y que para todo tiene las respuestas exactas.
El Estadio parte de la premisa de que los misterios de la naturaleza muchas veces no son asumidos de la manera cómo deberían serlo, o sea, con una debida investigación y comprobación, sino de acuerdo a criterios y valores comunes y entendibles por las mayorías. La obra viene a ser entonces una metáfora de nuestra vida diaria donde aquello que creemos ser “la verdad” no lo es porque exista detrás de ello alguna prueba casi irrefutable sino porque alguna autoridad o fuerza la inserta en nuestra estructura mental y allí cobra sentido incorporándose a lo que llamamos como lo “conocido”. De modo que cualquier explicación que se dé, por muy irracional que sea, funcionará como un tranquilizador de nuestras conciencias permitiéndonos continuar con nuestra vida diaria.
Hasta aquí he abordado el problema de la relatividad de la verdad que el texto nos propone y con el cual nos hechiza de principio a fin, aunque sin darnos el final aclaratorio y moralizante al cual estamos acostumbrados por el cine norteamericano y la televisión, como ya señalé, los cuales procuran hacer que sigamos pensando que vivimos en un mundo confiable, controlado por nuestras supuestamente sabias autoridades. Ahora tocaré el otro aspecto también fundamental de la obra pero que tiene que ver con algo más cercano a nosotros: nuestra idea de valor, de ética y de moral.
La trama del libro nos muestra que un hecho insólito e inexplicable, aparte de cuestionar nuestras ideas de la realidad y su forma de asumirla, desencadena también una serie de sucesos de orden social. El haber elegido un argumento aceptable y consolador ante el misterio termina convirtiendo a este en uno de los tantos tabúes con los cuales vivimos y que preferimos nunca tocar por cuanto hacerlo nos puede llevar a una serie de sinrazones y confusiones a las cuales no hallamos respuesta. Incluso el no buscar explicaciones, como sucede cuando estamos con los niños, resulta ser la mejor salida al entrampamiento. No preguntar, no indagar es muchas veces la solución a nuestras dudas existenciales.
Pero ello nos lleva también hacia una problemática acerca de qué es lo correcto, lo honesto y lo adecuado. Así como con las mentiras piadosas, las mentiras sociales y políticas son también un “mal necesario”. Todos sabemos que es imposible vivir diciendo siempre la verdad. Imaginemos un día salir y expresar públicamente lo que solemos pensar para nuestros adentros. No llegaríamos más allá de unos cuantos metros de nuestra casa en que ya nos veamos envueltos en un altercado con alguien a quien le hemos dicho lo que tenemos en la cabeza en voz alta. Lo contrario sucede cuando saludamos cortésmente y pronunciamos palabras gratas y enaltecedoras al prójimo con quien nos cruzamos, la mayoría de ellas, por supuesto mentiras de marca mayor que ameritarían pasar por el confesionario si fuésemos católicos. El clásico cuento del traje invisible del rey nos demuestra esta realidad.
Ahora bien, ello no sería problema si no fuese porque siempre existe gente para quienes tal hipocresía necesaria para la convivencia no es aceptable. Nuestra sociedad es un constante estado de equilibrio entre el deber ser y el ser, entre lo que deberíamos y lo que somos, entre lo que quisiéramos que fuera pero que no podemos evitar que sea. Solo cuando estas dos fuerzas se desequilibran, cuando una de ellas adquiere mayor peso o preponderancia, es cuando se producen los fenómenos sociales mencionados por la historia tales como la Florencia religiosa, moralista y persecutoria de Savonarola y la corrupción desestabilizadora de la Francia pre revolucionaria. En estos dos extremos se ubican ciertos individuos para quienes ambas fuerzas no pueden compartir el mismo espacio y solo es posible que exista una de ellas, cosa que los convierte en criminales o en profetas o personajes aislados y sufridos, incomprendidos debido a que se aferran fanáticamente a principios que, si bien son aplaudidos y deseados por todos, son a la vez inaplicables excepto en algún determinado aspecto. Estas normas entonces solo sirven como metas, como horizontes o ideales, tal como lo son las diversas religiones lo plantean, pero no son ejecutables en la vida diaria en la mayor parte de los casos.
Y este es el contexto en el cual se desenvuelve el personaje principal de la obra, un coordinador de deportes de un pueblo quien se debate entre lo que observa y toma conciencia que es la realidad versus lo que los demás asumen falsamente con cinismo y hasta con inmoralidad. Cuando lo cuestionan o presionan para que acepte lo que por sentido común todos hacen, éste agudiza aún más su crisis personal acerca de lo que él considera como lo sensato y lo correcto. Es así que en un pasaje responde al que pone en tela de juicio la sensatez de su padre, quien actuó también principistamente: “Pero lo hizo con honradez, ministro, porque para él el deporte significaba mucho más que dinero…”.
Ante ello la reacción del pueblo, de la sociedad en su conjunto, que es mostrada como irreflexiva y siempre en procura de restituir el equilibrio perdido por un suceso extraordinario, es la de calificar críticamente al que no sigue la corriente ni se adapta a los hechos como de “raro y conflictivo”. Es por eso que el ministro le retruca: “Caramba, veo que eres obstinado como él [como su padre]; los tiempos han cambiado y todos los que siguen pensando así están condenados al fracaso; cuando un día se dan cuenta de su error entonces no hay remedio.”
La conclusión del relato no es la restitución del orden y el develamiento del misterio; eso es algo típico en la literatura contemporánea que intenta crear clientes y seguidores satisfechos con finales agradables que contentan y tranquilizan a los compradores y que llenan los bolsillos de las editoriales. Los verdaderos misterios siempre permanecen ocultos en su explicación y comprensión, por eso son misterios. Los poderes de turno son más bien los que intentan darles un sentido pero de acuerdo a su conveniencia, haciendo que estos se “resuelvan” pero bajo las pautas de su régimen para con ello perpetuar su autoridad y la idea que lo tienen todo controlado, situación que es lo que da confianza al pueblo y le hace creer que están bien conducido por sus dirigentes.
Pero el hecho que todo quede así, explicado pero no resuelto, hace que se perpetúe el estado de insatisfacción que, a la larga, sume a los seres humanos en la ansiedad y desilusión. El volver todo a la “normalidad”, a pesar de que los milagros se manifiestan a nuestro alrededor, nos hace entender que estos extraordinarios sucesos no son el camino hacia ningún cambio o mejora; los milagros solo sirven para el asombro inicial, pero luego el poder se encarga de engullirlos y colocarlos en una situación favorable para sus intereses. Podríamos decir, a manera de síntesis un tanto irreverente, que así aparezcan los ovnis y los extraterrestres, así se presente la Virgen María y retorne Jesucristo a la Tierra, ninguno de estos hechos producirá algo más allá de una admiración inicial puesto que al poco tiempo los dueños del poder los ubicarán en el lugar más favorable para ellos, y así podrán seguir controlando sus negocios y su lugar preferencial en la sociedad.
En conclusión, lo que a mi parecer nos pretende decir El estadio es que si realmente esperamos algún cambio auténtico en nosotros y en nuestro medio éste solo podrá venir de nosotros mismos, no de afuera. Es por eso que la historia termina con una frase que traduce este pensamiento: “Entrenador, ¿cuándo este pueblo irá a tener un estadio que valga la pena? …/… Cuando lo merezcamos, doctor… cuando lo merezcamos.”
19 de enero de 2018
Luis Enrique Alvizuri
(Lima, 1955)
Ensayista, filósofo, publicista, poeta y cantautor. Autor de los ensayos filosóficos Andinia la resurgencia de las naciones andinas y Hacia un nuevo mundo entre otros, así como de poemarios y canciones. En el 2008 la revista Caretas publicó su disco Vallejo en mi cantar en la edición Nº 2022 en homenaje a César Vallejo. Miembro fundador y Presidente de la Sociedad Internacional de Filosofía Andina SIFANDINA. Actualmente es integrante del Comité de Medicina Tradicional del Colegio Médico del Perú.